Hace unos días, en la reunión del G20 celebrada en Moscú, y a la que acudieron l@s ministr@s españoles de Economía y de Empleo, se llegó a una conclusión: este foro ha apostado por el crecimiento económico frente a la austeridad, como si las economías mundiales solamente tuvieran esas dos alternativas como únicas soluciones a la crisis. Pero, como veremos, tanto una como otra son las dos caras de la misma moneda, la del capitalismo especulativo, creador de diferencias cada vez mayores entre ricos y pobres y de la degradación ecológica del planeta.
El camino de la austeridad, recomendada por la troika, que los países europeos (sobre todo los que, como España, sufren la crisis con una mayor virulencia) han adoptado, ha tenido unos resultados nefastos. Las consecuencias de esta opción son el empobrecimiento de la población, la merma de los derechos fundamentales (sanidad y educación, principalmente), el desempleo y el aumento de la desigualdad. Tras comprobar los efectos perjudiciales de estas políticas, que Rajoy no dudó en poner en práctica en su primer año de gobierno, los mismos que recomendaban su aplicación han cambiado de parecer. Así ha sido con el FMI quien, en boca de su directora, Christine Lagarde, instó a la zona euro, EE.UU. y Japón a "mantener el impulso económico". La UE va por el mismo camino, apostando por el crecimiento como modo de salir de la crisis.
La izquierda tradicional, ya sea la social-demócrata o la marxista, también apuesta por el crecimiento como única receta para crear empleo, sin aportar ideas nuevas y repitiendo los mismos esquemas que ya se han aplicado desde hace 50 años, es decir, incrementar la productividad para que haya más bienes en el mercado, incentivar el consumo y aumentar el PIB. Ya en una entrada anterior me hacía la pregunta de "¿para qué crecer?", y las respuestas no son muy positivas, tanto por el carácter perverso del propio índice de medida de la riqueza de un país, el PIB, como por las consecuencias perjudiciales de este sistema crecentista. Está demostrado que el crecimiento económico es la fuente principal de las injusticias sociales del planeta, de la destrucción de los hábitats y de la aceleración del cambio climático, como lo indican numerosos estudios. Desde el punto de vista ecológico, si en tiempos de recesión, la economía del crecimiento nos conduce al colapso social (tasas de paro y de pobreza socialmente inasumibles), en tiempos de bonanza nos lleva directamente al colapso ecológico (crisis energética, climática, alimentaria y pérdida de biodiversidad), como nos dice Florent Marcellesi en su último libro. Otros autores, como Robert y Edward Skidelsky, en su libro "¿Cuánto es suficiente?" nos hablan incluso de que el crecimiento está motivado por la insaciabilidad del ser humano, que nunca tiene bastante para satisfacer sus deseos, que van mucho más allá de sus necesidades. Proponen una renovación ética, más políticas sociales y la reducción de la presión por consumir o la publicidad que altera la libre elección del ciudadano.
Desde la ecología política se proponen otras vías alternativas, diferentes a las que nos repiten una y otra vez desde los medios de comunicación mayoritarios. Básicamente, estas alternativas pasan por tener en cuenta la finitud del planeta, la limitación de los recursos naturales no renovables y las consecuencias perjudiciales para el medio ambiente y, por tanto, para la supervivencia de la especie humana a medio y largo plazo, a la hora de desarrollar un sistema económico sostenible. Esa alternativa propone también un cambio de mentalidad en las personas y en los gobiernos, sobre todo en el mundo desarrollado, aceptando repartir el trabajo, instaurando una renta básica universal, rebajando el nivel de consumo, sobre todo de productos accesorios y adoptando una política fiscal justa que asegure la redistribución de la riqueza y unos ingresos suficientes para ir solucionando los problemas sociales y ambientales creados por este sistema.
Todo ello desde la implicación de la sociedad en general, que deberá ser facilitada por mecanismos de participación en la toma de decisiones, verdadero exponente de una democracia madura, y generando las condiciones para la existencia de una justicia Norte-Sur, donde se paguen las deudas ecológicas y sociales adquiridas con terceros países por varios cientos de años de expolio de sus recursos naturales.
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